Acabo de llegar de un funeral. Hace unos días murió una persona conocida, la hermana de un tío político y, como es costumbre en nuestro país y en la religión en que nos bautizaron, al cabo de unas semanas se le hace un funeral.
Las personas que no pudieron asistir al entierro o aquellas más cercanas que quieren reiterar su acompañamiento a los dolientes -habría que hacer una entrada sólo para comentar esas bonitas palabras que repetimos sin darnos cuenta de su peso- asisten a esa misa donde se nombra al difunto y se ruega que sea acogido en el cielo, prometido desde el bautizo.
Las palabras que dicen los sacerdotes en esos casos son terriblemente vacías: poco pueden consolar a quien está sufriendo y parecen dichas para que uno se alegre por lo ocurrido y esté deseando morirse porque lo que le espera es maravilloso y alejado del sufrimiento que nos rodea. No son sensibles a los diversos grados de fe que tienen los que asisten ni a si las circunstancias de la muerte les han hecho perder la confianza y tambalear las creencias que les inculcaron.
Sin embargo, por sorpresa, hay cosas que todavía conmueven: la luz de las iglesias o su penumbra, la entrega que se ve en gente o muy joven o muy vieja, la austeridad o el barroquismo, las velas, la liturgia repetida en tantas voces... y las letras de algunos himnos que, de repente, te dan ganas de creer por encima de todo. De volver a pensar que alguien vela por ti -la mano que sostiene, el pecho que cobija- sin pedirte nada a cambio. Que alguien te quiere por encima de todo y nunca te abandonará. Que alguien te espera para perdonarte todo lo malo y premiarte todo lo bueno. Alguien que no va a fallarte ni queriendo, ni sin querer.
Luego sales de allí y recuerdas los dolores -propios y ajenos-, las cosas pedidas y nunca concedidas, los desgarros que se te han ido acumulando, las desgracias que la humanidad acumula y sientes que el argumento era bonito pero poco creíble. Lástima.
(Imagen: pensamientograduacion.blogspot.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario