jueves, 17 de febrero de 2011

Una imagen vale más que mil palabras

Pero como se trata de emplear las palabras, allá van.
La señora y el señor -presumiblemente pareja- que aparecen a la izquierda se muestran preocupados e intranquilos por la conducta de su pequeño vástago -presumiblemente primogénito-. No queriendo incurrir en los errores educativos -presumiblemente cometidos por desconocimiento- que sufrieron en sus propias carnes deliberan y llegan a la conclusión de que deben acudir a la consulta de un reputado psicólogo infantil -el señor Povedilla, presumiblemente-, que aparece a la derecha de la imagen.
Una vez allí, y acompañados por el pequeño -presumiblemente psicópata- manifiestan su honda preocupación y demandan su consejo -presumiblemente, previo pago-.
El especialista evalúa la situación: hace una anamnesis cuidadosa, consulta el vademecum y los precedentes -presumiblemente no es un caso aislado- y una vez concluida su detenida exploración concluye que ha de quitársele el martillo sin más dilación.
El progenitor, conmocionado ante el consejo -presumiblemente sabio- recuerda, entre la neblina en la que se encuentra su cerebro desde que es padre, la responsabilidad asumida -presumiblemente con conocimiento de causa- y se plantea si este acto podría tener consecuencias nefastas en el futuro desarrollo de su hijo. La palabra trauma, como un luminoso urbano, se enciende en su mente y pregunta atribulado si la retirada brusca de la herramienta contundente no será una solución excesivamente drástica.
Y he aquí que nuestro dr. Povedilla, con el buen criterio que le asiste, responde: "No, tontolhaba, no", frase en la cual la palabra "tontolhaba" corresponde a otro de sus certeros diagnósticos que le han valido la merecida reputación de la que goza.
Conclusión: "Más vale reír que llorar" (presumiblemente).

(Imagen: Forges)

Yo era mejor madre cuando no tenía hijos

He querido que mi blog se llame así porque así es como me siento en este momento de mi vida: peor madre que nunca.


Mis ositos de peluche se han convertido en ositos de peluche armados y, como francotiradores sin corazón, tiran a todo lo que se mueve.

Lo que se mueve incluye, en primer lugar, a su madre, que soy yo. Pero me siento segura porque este río turbulento lo cruzaron antes que yo millones de mujeres y salieron, con cicatrices, pero salieron.

Es rigurosamente cierto que yo era mejor madre cuando no tenía hijos: sabía cómo había que tratarlos en cada etapa de su vida; cómo superar la etapa del no, la del por qué, la del jo, y hasta la del túflipas; cómo vestirlos cuando se dejaran y cómo aconsejarlos cuando se vistieran ellos; cómo darles raíces y alas (que me parecía una frase preciosa hasta que descubrí que viene sin libro de instrucciones); cómo quererlos cuando menos lo mereciesen porque sería cuando más lo necesitaran (toma ya otra frase de toreo de salón)...

Y aquí estoy: perdiendo la paciencia, gritando hasta desgañitarme, mirándolos de arriba a abajo cuando se colocan la última prenda que compraron, acumulando rencor -poquito a poquito- contra lo que más quiero.

Yo era mejor madre cuando no tenía hijos. Esperemos que ellos no sean mejores hijos cuando ya no tengan madre.