miércoles, 13 de julio de 2011

De mi pasado vengo (V)


Mi bisabuelo Silverio tenía siete hijos. Dos de los varones hicieron la guerra en bandos distintos.
Frasquito en el republicano, el gubernamental e Ignacio en el sublevado, en el fascista.
A ninguno de ellos le pilló la guerra en un bando y allí se quedó. Eran dos personas apasionadas, intensas, entregadas a sus ideas. Escogieron con conocimiento de causa y lucharon hasta el final por alcanzar la victoria.

El pueblo pasó la guerra en una situación estratégica y cambió varias veces de manos. Los dos hermanos volvieron en varias ocasiones a la casa. Uno de ellos entraba de manera legal, el otro tenía que llegar de noche, saltando las tapias de los patios, para que no lo apresara el enemigo. Se sentaban a la mesa y mi bisabuelo (aunque no era neutral pues su corazón era "rojo") decía: "De puertas para dentro no se habla de nada. A comer y a callar." Y la familia comía, en silencio, cada uno de ellos rumiando lo que habrían vivido los dos hermanos, qué secretos sabían, cómo saldría de allí el que no estaba entre los suyos en ese momento. Esa situación se repitió varias veces a lo largo de los tres años de guerra y siempre volvían los hermanos, tan enfrentados, a comer a la casa familiar, bajo la figura del padre -pequeñito y firme- que los igualaba ante sus ojos como si volviertan a ser niños.

El final de esta historia la sabemos: ganó el bando sublevado y la venganza fue terrible. Mi tío abuelo Frasquito pasó muchos años encerrado, primero en campos de concentración y después en la cárcel, Archidona, Málaga, -se presentaron papeles, certificados de buena conducta, recomendaciones de curas... para que no fuera fusilado-. Mientras, su hermano Ignacio, aventurero y vividor, se enroló en la División Azul y se fue a intentar que sus ideas -esta vez representadas en el espíritu nazi- vencieran en Europa.

¡Qué estilo posando en esta fotografía junto a un coche alemán, símbolo del empuje y el poderío de la época!
Volvió, derrotado para alivio de la Humanidad, y siguió su espíritu aventurero yéndose a Brasil. Pero lo suyo no era prosperar ni sentar la cabeza y pronto volvió al pueblo a seguir con el oficio que había aprendido en la División Azul: era herrero y se encargaba de cuidar y poner al día las numerosas caballerías que entonces había en la agricultura.

Ambos hermanos, cada uno con su familia ya formada y viviendo en un país que sangraba por múltiples heridas y que debía silenciar y esconder muchas cosas, supieron hacer borrón y cuenta nueva y se acabaron tratando como hermanos, con sus diferencias, pero como hermanos. Quizá a ello contribuyó la actitud de su padre, acogedora y firme, ante los abismos que se abrían entre ellos.


(Imagen: fotografía familiar. Entre 1941 y 1943)