jueves, 16 de junio de 2011

De mi pasado vengo (III)

En esta fotografía están mis abuelos maternos, mi tío, mi madre y mi tía. Falta la más pequeña, que nacería unos años después.
Está hecha a principios de los 40: quizá era la primavera de 1941 ó 42.

Mi tío y mi madre se llevaban unos 20 meses. La diferencia de edad entre mi madre y mi tía era de más de cuatro años. En esos años que las separan habían nacido otras dos criaturas que murieron en el intervalo de pocas semanas: Silverio, con algo más de dos años y Francisco, de unos pocos meses. A los dos se los llevó el sarampión que entonces hacía estragos, como tantas otras enfermedades infantiles. Los primeros años eran críticos y si los niños los superaban había otro trance que pasar: la primera juventud, en la cual la tuberculosis les rondaba y se llevaba a muchos de ellos.

Mi abuela fue una madre con suerte: sólo perdió dos hijos. Vecinas y amigas perdieron tres, cuatro, seis... Los hijos te los daba Dios y Dios te los quitaba. Perderlos era algo tan natural como parirlos. Se morían y a ello todo el mundo estaba acostumbrado: "Angelitos al cielo y ropita al arca". Los angelitos volvían al lugar de donde habían venido y la ropa se guardaba porque al año siguiente seguramente se habría de volver a usar. Se les velaba, se les lloraba, se les enterraba y se les olvidaba. A veces, se aprovechaba su nombre para otro que nacía después. De los que hubieran sido mis tíos no queda ni siquiera una fotografía. Fotografiarse era un acontecimiento para el cual había que prepararse con tiempo.

Cuando pensamos en el desgarro que debe producir la muerte de un hijo nos sorprenden estas historias tan cercanas a nosotros. Cuando los hijos se han convertido en el centro de atención, cuando absorben tu pasado, tu presente y hasta tu futuro, cuando sus cambios y vaivenes determinan la felicidad propia, se nos hace difícil comprender cómo no hace tanto tiempo eran una parte de la vida que venía con naturalidad -si no venían se podían criar los sobrinos, los ahijados... que para eso había muchos en casi todas las famlias-, se criaba con naturalidad y si se iban la vida seguía porque ni eran el centro ni podían serlo. Se esperaba de ellos que crecieran con lo que había -lo mismo que sus padres habían tenido-, que ayudaran en cuanto tuvieran edad -que era muy pronto- y que cuidaran a sus padres en la vejez..

Así era la vida y de ella venimos. Sin olvidarnos de que así sigue siendo todavía en sitios no tan lejanos.

(Imagen: fotografía familiar. Principios de los años 40 del siglo pasado)