viernes, 13 de mayo de 2011

Un gato en un saco

Seis o siete añitos tendría yo cuando viví un episodio que me hizo tener pesadillas durante meses.
A mi abuela paterna se le había colado un gato en el piso de arriba, maullaba desesperado por salir pero no había manera de sacarlo. Le pidió a mi tío que se lo llevara.
Mi tío subió con un saco, lo colocó estratégicamente, puso algo de comida y cuando el gato, confiado, se metió a por ella, cerró el saco y allá que nos fuimos con él para soltarlo en la calle.
Mientras caminábamos el saco se sacudía con fuerza y a duras penas mi tío podía controlarlo. Pero había que abrirlo y a la hora de la verdad ni mi tío ni unos cuantos vecinos que se acercaron divertidos se atrevían a hacerlo.
Cuando finalmente el gato salió saltó como si se estuviera electrocutando: arañó a casi todos los que estaban alrededor, se golpeó la cabeza varias veces contra la pared más cercana y, finalmente, subió por un canalón hasta el tejado de una casa dejando un rastro de arañazos desesperados.
Durante mucho tiempo recordé el episodio con terror y preguntaba a todos por qué aquellos animalitos dulces y tranquilos que se pasaban horas al sol, lamiéndose el pelo, restregándose contra las piernas de los más cercanos eran capaces de transformarse en monstruos incontrolables que veían a sus libertadores como enemigos.
Muchos años han pasado desde aquel día y nadie hasta ahora ha sabido explicármelo. Moraleja: Tened cuidado porque sacar el gato del saco siempre deja heridas.

(Imagen: es.123rf.com)

De mi pasado vengo (I)

Queda, con esta entrada, inaugurado un nuevo tema: el pasado personal que nos construye. De él venimos y a lo que otros vivieron le debemos mucho de lo bueno y de lo malo que somos.

Mi padre tendría seis o siete años cuando mi abuelo Nicolás se quedó sin su trabajo de guarda de campo. Mi padre, llorando, sólo acertaba a decir: “Entonces ya no podré ser zapatero”. Porque era toda una carrera y una liberación, para quienes no tenían tierras suficientes para trabajar en lo suyo, el hecho de no tener que ir de jornalero con nadie. Zapatero era, en aquel lugar y en aquel tiempo, casi una profesión liberal, con prestigio -no sólo arreglaban sino que también hacían zapatos-, que permitía vivir con dignidad y sin la dureza del campo.

En esta foto mi padre está en su zapatería, cerca de las Pilas, el lavadero público del pueblo, con dos aprendices suyos y rodeado de las herramientas y materiales usuales de su trabajo. La zapatería no era sólo eso: era un casinillo, un lugar de reunión para los hombres del campo cuando llovía y no salían a las tierras, o en las horas de sol en el verano, cuando ya habían vuelto “de mañaná”, o en las épocas en que no se hacían demasiadas labores; para los viajantes, que estaban unos días en el pueblo, se hospedaban en la fonda, charlaban y se ralacionaban con todo el mundo; para los enfermos, que se recuperaban con la charla y con los cigarrillos compartidos; para el "tonto del pueblo"; para los chiquillos que no tenían la obligación de la escuela... Las mujeres, por el contrario, tenían pánico de ir allí: se las miraba, se las piropeaba, se juzgaba cómo eran, lo que hacían, su fama, su vida… Las madres sólo mandaban a las niñas o iban ellas mismas: las mocitas casaderas evitaban incluso pasar por la puerta.

Mi padre tenía fama de ser un “echao pa’lante”. Por eso, y porque era casi ocho años mayor que ella, cuando se "arrimó" a mi madre su familia no lo vio con buenos ojos. Pero aquel iba a ser el final de su carrera de mujeriego y estaba escrito: mi madre me contaba que el día en que él se fue a la mili –ella era una niña de unos once o doce años- fue a la plaza a verlo subirse al camión de los quintos. Subió de un salto, con desparpajo y chulería, y ella penso en qué buen novio sería.

(Imagen: foto familiar. Año 1953 aproximadamente)