viernes, 29 de abril de 2011

No sé qué es de mi oreja sin tu acento

Pido prestado este verso preciso y precioso a Miguel Hernández para hablar de las voces.
Tenemos por costumbre alabar los ojos, las miradas, el gesto, el roce, los labios... Y allí, en la distancia, olvidadas, dejamos las voces.

Yo, que tengo un pésimo oído para la música, aprecio sin embargo los tonos, los matices, los acentos, las cadencias que quiero...
Yo, que soy gritona por naturaleza y por deformación profesional, valoro el susurro, el silencio, la voz calmada...

Una voz amiga, una voz amada, nos devuelve a la vida si estamos cayendo. El acento inconfundible de alguien que nos quiere, nos respeta, nos comprende, nos salva de lo oscuro. Creemos a veces, incluso, oír a alguien que ya no está entre nosotros y eso nos reconforta. En cambio, cuando queremos recordar una voz que ya se nos fue y somos incapaces sentimos que estamos perdiendo parte de nuestra historia y de nuestra vida.

Las voces, las grandes olvidadas, nos han dado placeres infinitos: llamamos al novio adolescente del que acabamos de despedirnos para oír cómo nos da las buenas noches de nuevo; llamamos a la amiga para oír que está de nuestra parte, que se pone en nuestro lugar, que nos consuela; llamamos de madrugada a nuestro hijo y oirlo, aunque sea mintiéndonos, nos da la vida; escuchamos los cuentos en la infancia, los cotilleos en la adolescencia, las promesas en la juventud; ponemos canciones que nos traen dolores y alegrías, las tarareamos, las gritamos, nos liberan y nos ayudan; escuchamos,oímos, sentimos, percibimos...

Gracias a tantas voces: las que me acunaron, las que me sostienen, las que me confortan, las que crecen a mi alrededor, las de mi pasado, las de mi presente. Y gracias al silencio, ese placer único que con frecuencia nos es negado.

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