viernes, 13 de mayo de 2011

Un gato en un saco

Seis o siete añitos tendría yo cuando viví un episodio que me hizo tener pesadillas durante meses.
A mi abuela paterna se le había colado un gato en el piso de arriba, maullaba desesperado por salir pero no había manera de sacarlo. Le pidió a mi tío que se lo llevara.
Mi tío subió con un saco, lo colocó estratégicamente, puso algo de comida y cuando el gato, confiado, se metió a por ella, cerró el saco y allá que nos fuimos con él para soltarlo en la calle.
Mientras caminábamos el saco se sacudía con fuerza y a duras penas mi tío podía controlarlo. Pero había que abrirlo y a la hora de la verdad ni mi tío ni unos cuantos vecinos que se acercaron divertidos se atrevían a hacerlo.
Cuando finalmente el gato salió saltó como si se estuviera electrocutando: arañó a casi todos los que estaban alrededor, se golpeó la cabeza varias veces contra la pared más cercana y, finalmente, subió por un canalón hasta el tejado de una casa dejando un rastro de arañazos desesperados.
Durante mucho tiempo recordé el episodio con terror y preguntaba a todos por qué aquellos animalitos dulces y tranquilos que se pasaban horas al sol, lamiéndose el pelo, restregándose contra las piernas de los más cercanos eran capaces de transformarse en monstruos incontrolables que veían a sus libertadores como enemigos.
Muchos años han pasado desde aquel día y nadie hasta ahora ha sabido explicármelo. Moraleja: Tened cuidado porque sacar el gato del saco siempre deja heridas.

(Imagen: es.123rf.com)

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